Legitimidad Anulada

Alberto Aziz Nassif
Publicado en El Universal
16-junio-09

La novedad más debatida en esta elección es que se ha puesto en duda, de forma directa y activa, la legitimidad de los partidos y los candidatos con el movimiento de opinión pública que se ha pronunciado por el voto nulo. Este movimiento afectará la legitimidad de los resultados del proceso electoral.

A medida que se acerca la elección del 5 de julio se terminan de pulir las estrategias y se definen con más precisión los dilemas de este proceso. Uno de los dilemas más relevantes que se presentan en este momento es el que se plantea entre cálculo político y legitimidad. El primero tiene que ver con el trabajo de los partidos y los candidatos para ganar la mayor cantidad de votos, los cuales se van a traducir en curules, financiamiento público y espacios en radio y televisión. El segundo tiene que ver con las formas cómo se van a lograr estos objetivos, es decir, si la ganancia electoral va a tener reconocimiento y prestigio social para lograr una buena representación ciudadana o, por el contrario, si se va a aumentar el desprestigio y el rechazo ciudadano hacia la política partidista.

El debate que se ha generado con esta elección sobre anular el voto es interesante porque ha permitido analizar el estado de nuestra democracia. Hay un supuesto que comparte un amplio sector de la ciudadanía, y que algunas encuestas lo han medido: la insatisfacción ante los resultados deficientes que ha tenido la democracia durante esta fase inicial. Este proceso se manifiesta en el poco aprecio ciudadano hacia las instituciones y los actores políticos.

Desde hace tiempo existe una creciente falta de participación electoral; se trata de un abstencionismo que ha tenido tres características: abultado, difuso y pasivo. No acudir a votar se ha instalado como un fenómeno que no ha tenido prácticamente ninguna repercusión en la vida pública del país. Los partidos conviven de forma más o menos cómoda con los millones de ciudadanos que no asisten a las urnas. Este rechazo silencioso no molesta a los partidos, porque se puede interpretar como un problema de falta de cultura política de los ciudadanos o como una expresión que ya forma parte del paisaje cotidiano electoral. No obliga a los partidos a hacer nada fuera de sus clásicas rutinas y, al final de cuentas, simplemente se ignora a estos millones que no votan.

Si cada tres o seis años los partidos piden el voto de los ciudadanos y sólo obtienen la mitad o menos de los posibles sufragios, piensan que se trata de un problema ciudadano. Ni la clase política ni las autoridades electorales o instituciones como la Iglesia católica se han preocupado mucho por la abstención. Es probable que esta expresión de millones de ciudadanos no afecte el cálculo político o la legitimidad de los procesos.

En cambio, hoy resulta contrastante lo que ha generado el movimiento por el voto nulo: una condena generalizada de la clase política porque, a pesar de que pueda ser una expresión relativamente pequeña, habrá que esperar la elección para conocer su dimensión; es un abierto rechazo que pega de forma directa a la legitimidad política de partidos y candidatos.

Quizá uno de los mejores aprendizajes que ha dejado el movimiento por la anulación es que le ha dado al voto un nuevo sentido, lo ha convertido es una poderosa arma de rechazo. La anulación tiene una lógica: ponerle un alto a la ineficiencia, al cinismo, a la opacidad, a la falta de rendición de cuentas y a los abusos de una clase política, que con amplios recursos y posibilidades prefiere mirarse al ombligo de sus intereses.

También puede tener consecuencias prácticas; una de ellas es la que afecta al cálculo político, el cual —según escribió en estas páginas Mauricio Merino— afectará sobre todo a los partidos más pequeños y beneficiará a las grandes maquinarias electorales que tienen capacidad para mover a los electores.

Si se afecta a los pequeños partidos, quizá se trate de una acción positiva, porque varios de estos institutos son en realidad franquicias que se alquilan o se venden, y están muy lejos de convertirse en nuevas opciones partidistas frente a los tres grandes y viejos partidos. Tenemos que preguntarnos por qué los viejos partidos son los que siguen gobernando el país y no han surgido nuevas opciones viables para ser gobierno. En otros países se ha dado una restructuración completa del sistema de partidos a partir de la transición democrática.

Una parte del malestar tiene que ver con los viejos partidos, que sólo reciclan sus mañas y acrecientan sus beneficios. Los nuevos y pequeños partidos muchas veces han resultado peores que los grandes. No se piensa que una democracia pueda funcionar sin partidos, pero parece que ha llegado el momento de decirles a los partidos que su funcionamiento no ha estado a la altura de las expectativas ciudadanas y que algo tendrán que hacer para legitimarse ahora que las urnas estarán mayoritariamente vacías con el abstencionismo y, quizá, con una legitimidad cuestionada por los votos de rechazo, nulos o blancos que se depositen.

En lugar de rechazar la anulación del voto, una clase política inteligente debería entender el malestar ciudadano y dar respuestas efectivas, pero eso es mucho pedir.


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