Pontífices del voto nulo

Macario Schettino
Publicado en El Universal
5-junio-09


Han regresado. Cardenistas en 1988, zapatistas en 94, del voto útil en 2000, obradoristas en 2006, hoy promueven la “abstención activa”. Desde sus espacios en la academia y los medios, sostienen que los partidos políticos no están a la altura de la ciudadanía, de la sociedad, o de algo parecido. No están a la altura de los pontífices, pues, que regresan a iluminar nuestro camino, a guiarnos fuera de esta jungla de ambiciones con su linterna de moralidad.

Como siempre, ni son todos los que están ni viceversa, pero si usted tiene más de 40 años sin duda tiene tiempo de conocerlos, y tal vez los ha acompañado en más de una ocasión en sus peregrinaciones. La de hoy consiste en anular el voto, para demostrar a los partidos que la sociedad los desprecia. Hace unas semanas comentaba aquí por qué no votar no tiene sentido. Este miércoles pasado, Lorenzo Córdova explicó en estas páginas, muy bien por cierto, por qué anularlo tampoco lo tiene.

Pero si bien no votar o anular el voto no tiene impacto, la campaña por la anulación sí lo tiene. Porque en el fondo es una campaña política, que intenta capturar una parte del espacio político para un actor no estructurado que, sin embargo, tiene claros líderes: los pontífices. La apuesta es que en la elección del 5 de julio haya suficientes votos anulados como para argumentar que los partidos han sido rechazados y es necesario apelar a ese movimiento para legitimar la acción política. Quienes lo promueven podrán entonces ocupar un espacio político desde el cual guiar a la República. Y lo habrán hecho sin ensuciarse las manos con la basura de la política partidista cotidiana. Para que no haya dudas después, el porcentaje de votos nulos el 5 de julio rondará 3.5% sin pontificado. Si el dato es mayor, habrán demostrado convocatoria. No creo que tanta como para equipararse con un partido político pequeño, pero ya lo sabremos.

Hay aquí varias confusiones. La primera tiene que ver con el papel de los ciudadanos en la transición. El fin del régimen de la Revolución ocurrió mediante la ciudadanización de actividades antes inexistentes o reservadas al gobierno, especialmente las elecciones y los derechos humanos. Ambos procesos, fin del régimen y ciudadanización, prácticamente terminaron al mismo tiempo, de forma que los órganos autónomos ya no son más coto de ciudadanos ilustrados sino espacio de profesionales del servicio público. Se puede argumentar, me parece, que los nombramientos de consejeros ciudadanos ocurridos después de 2003, en todos los órganos, siguen esta segunda línea.

Y es que ese paso ciudadano del fin del régimen tenía mucho sentido. Sólo eso era creíble para la oposición y viable para el régimen. Se trató, pues, de un fenómeno transitorio, que al extenderlo arbitrariamente, como en el caso del IFE, nos ha dado pésimos resultados.

La segunda confusión tiene que ver con la idea de que la política puede funcionar de manera diferente simplemente deshaciéndonos de los políticos. Esto supone que el problema son las personas, y no las instituciones. Más todavía, supone un profundo desprecio por quienes se dedican profesionalmente a esta actividad. Desprecio que no creo que tenga fundamento: los políticos mexicanos no son diferentes de los políticos de otros países, ni tampoco son diferentes de mexicanos en otras actividades. Esta superioridad moral que los pontífices encarnan es pura y simple soberbia.

Lo que sí tenemos son fallas profundas en nuestras reglas de convivencia, porque no hemos podido desmontar adecuadamente las estructuras del régimen anterior. El presidencialismo desapareció, pero el poder casi absoluto encarnó en los 32 virreyes; el corporativismo dejó de ser soporte del régimen, pero se convirtió en poder autónomo; y el mito revolucionario no acaba de morir. No tenemos un diseño institucional adecuado para los poderes de la Unión, ni para la relación entre ellos, ni entre ellos y los órdenes de gobierno.

Pero esas fallas institucionales no se van a resolver anulando votos. Se resolverán cuando hayamos decidido si queremos dar una nueva oportunidad al nacionalismo revolucionario o si queremos abandonarlo de manera definitiva. Y eso, como vimos la semana pasada, tiene una relación directa con los partidos políticos. Es decir, el voto importa, e importa mucho, en esta definición nacional. Pero si usted cree que es preferible que sean los reyes filósofos los que nos guíen, anule su voto. De cualquier manera habrá optado por una opción política, soterrada pero política.

Nuestro problema somos nosotros, no nada más los políticos. Y podremos resolverlos cuando nos decidamos a reconocer de qué tamaño fue nuestro fracaso en el siglo XX. Cuando aceptemos que la corrupción, la ineficiencia, la farsa no es nada más de ellos. No hay ellos. Hay nosotros.

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