Voto en blanco, atractivo pero errado

Jorge Fernández Menéndez
Publicado en El Excélsior
5-junio-09


Se ha iniciado un movimiento, respaldado por algunos comunicadores e intelectuales, que impulsan votar en blanco en estas elecciones. En otras palabras, no abstenerse, ir a las urnas, pero no hacerlo por ninguno de los partidos, anular el voto, cruzar todas las casillas o entregarlo en blanco, como una muestra de rechazo a los métodos y candidatos de los partidos.

Es una propuesta que suena muy atractiva, incluso adecuada ante la vacía campaña que están realizando los partidos y sus candidatos, mas es una propuesta que, al final, terminará fortaleciendo exactamente a las mismas fuerzas que busca debilitar. No está mal el voto en blanco, pero en México la gente, cuando expresa su disconformidad hacia las campañas, lo hace con el abstencionismo, simplemente, no va a votar. El voto en blanco funciona y es un mecanismo con peso cuando el sufragio es obligatorio, como en algunas naciones de Latinoamérica, y entonces es cuando puede constituir una expresión política para considerarla. No es así en nuestro caso. Incluso la ley ignora los efectos tanto del abstencionismo como de los votos en blanco o nulos. Podrá votar sólo 30% de la población y de ella un porcentaje podrá anular sus votos, pero el hecho es que, a la hora del cómputo, se toma esa votación hipotética de 30% y se le considera la total, y de allí se definen las candidaturas ganadoras y, en este caso, la distribución de diputados plurinominales para cada partido. Los demás no existen.

Y, paradójicamente, el voto en blanco termina fortaleciendo el statu quo porque hace cada vez más sólido el control de las dirigencias sobre los partidos. El sistema no está diseñado para la participación ciudadana: no se aceptan las candidaturas independientes; tampoco las disidencias dentro de los partidos, ya que los dirigentes pueden tener control sobre las designaciones de candidatos; no se acepta la reelección de diputados y alcaldes; no se permite que personas física o instituciones civiles contraten publicidad para exponer sus puntos de vista; la enorme cantidad de publicidad que tienen los partidos como prerrogativa la distribuye una vez más la dirigencia. Si a todo eso le sumamos que todos los partidos tienen un bloque de votos duros que los apoyan quienquiera que sea su candidato, sea por convicción o conveniencia, y que en muchas ocasiones la opción que se nos presenta es votar en lista cerrada por cualquiera de los partidos participantes, en nada afecta a las dirigencias partidarias que se vote más o menos por esos candidatos, al contrario, cuanto menos diferenciado sea el voto, más compacto será el grupo que acompañe a los líderes. Es tan perverso, tan cerrado, el mecanismo, que si uno busca, en todo el enorme caudal de información existente, quiénes son los candidatos de su respectivo distrito, puede ser que se encuentre con muchos nombres, pero con pocas historias y, en lugar de propuestas, con eslóganes de campaña que en la mayoría de los casos no dicen nada. Los partidos quieren que el elector no sepa por quién está votando, quieren que cruce una casilla por su respectivo partido y que el candidato tenga así un compromiso con su dirigencia, no con el elector. Es más, el voto en blanco puede facilitar la existencia de partidos que de otra manera no alcanzarían el registro, pues le coloca más abajo la meta de votos que tendrían que obtener para lograrlo.

No es la mejor opción y es difícil sacarla adelante, sin embargo, para por lo menos vulnerar ese mecanismo, la única que nos queda a los ciudadanos es diferenciar al máximo el voto, apostar por los candidatos, aunque sean los menos malos y no los mejores, y buscar que ellos se comprometan con la ciudadanía. En todos los partidos hay candidatos impresentables, pero también otros por los que se podría intentar confiar. Las consignas partidarias en esto dicen poco: además, las ocho fuerzas políticas que intervienen en el proceso están, todas, cruzadas por otros intereses: se puede identificar a quiénes se encuentran en la lista de un partido, pero su compromiso real es con un político o un grupo de poder determinado que, en muchas ocasiones, poco o nada tiene que ver con lo que está planteando el partido que los postulan. O que, dentro de éstos, pertenecen a diversas corrientes que expresan cosas distintas.

Yo creo que, como muchos, no sé por quiénes votaré el 5 de julio. Es más, es difícil acercarse toda la información posible sobre los distintos candidatos, incluso en el distrito electoral en el que uno vive: la saturación de mala información produce desinformación y ese es el objetivo buscado. El mensaje es: vota por el PRI, el PAN, el PRD, pero que no te importen los candidatos. Sin embargo, creo que, a esta altura, muchos deberíamos saber por qué y por quiénes no queremos votar.

Decidamos sobre ese punto de vista: se podrá argumentar que entonces se deberá elegir, no al mejor, sino al menos malo. En la mayoría de los casos es verdad, pero es preferible el menos malo que favorecer a grupos monolíticos dentro de los partidos. El mensaje del “que se vayan todos”, que se tomó después de la crisis brutal en Argentina a principios de esta década, no ha redundado, ni en ese país ni en otros, en mejores liderazgos. En algunos casos puede haber una estructura más o menos democrática que funciona, pero en muchos otros lo que ha llevado es a gobiernos más autoritarios y menos democráticos. La elección que viene se deberá determinar, más que nunca, con base en las personalidades y, además, en un plano fundamental, por lo que no se quiere, por lo que se rechaza por encima de todas las cosas. El voto en blanco, con todas sus buenas intenciones, no permite, y ese es quizás el mayor defecto de la propuesta, proporcionar, aunque sea en una mínima parte, un castigo de esa naturaleza a algunos de esos candidatos o candidatas impresentables que nos han endosado los partidos.

Paradójicamente, el voto en blanco termina fortaleciendo el status quo porque hace cada vez más sólido el control de las dirigencias sobre los partidos.

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